16 de junio de 2010

Made in Switzerland

El señor Fritz y la señora Magdalena llegaron un día a Salvador de Bahía, para atender las necesidades laborales del Sr Fritz que era ingeniero, y que había ido a construir cosas, cosas donde no había cosas, cosas donde nadie ya siquiera preguntaba, que era una cosa o dos o tres, ni si esperanza podía ser algo distinto que el nombre de la vecina de la última fabela recto a la derecha.

Suiza quedaba muy lejos y hacía frío. Ese frío que te hace recordar que puede ser peor, eso, lo que sea, da lo mismo. Él pisó la tierra de los orixas y sufrió un desmayo del corazón, como los que le pasan a uno después de un beso de esos, cuando se es joven, o cuando es, el primero de todos los otros primeros restantes, que vendrán. La señora Magdalena también se desmayó, pero por los 35º con más húmedad junta de la que ella jamás hubiera visto antes, aún a pesar de llevar casada casi una década con él. Nunca le llamaba por su nombre, siempre decía él y luego los ojos le sonreían, justo ahí, donde reside el amor, al menos en Suiza. Y como él, se enamoró de un país, después que de ella, se quedaron, y aprendieron a bailar la bossa nova, con ese delicado y torpe tropiezo que sufren en los pies los habitantes de las latitudes donde el frío es algo más que una palabra, cuando intentan bailar algo caliente y cálido, sin o pretendiéndolo.

Un día lloraron, pero sólo duró ese día, eso sí, completo hasta las 00:00h. El doctor dijo que no, que lo sentía, que qué se le iba a hacer, que su vientre nunca sería un recinto más que de esperanzas sin llantos de bebes en las esquinas. Pero salieron juntos, como salían de todas, por las puertas. De la mano.

Bueno, el médico le dijo: muito triste, y sintieron dentro la necesidad de traicionar a la bosanova, sólo esa vez para llamar al país de los Alpes y los bancos y escuchar, también de alguna bata blanco nuclear: Es tut mir leid, Mi dispiace e incluso también alguien le dijo Je suis désolé...

Franz, sólo pretendió ser un simple caniche desde que nació, con sus ricitos sin razones, pero en vez de eso, y con la paciencia antigua de los canes, se dejó querer por miriñaques, lacitos y demasiada azúcar por debajo de la mesa, con esa manía que tenemos los húmanos de matar dulcemente cualquier cosa.

El señor Fritz, y la señora Magdalena, sacaban a pasear a Franz por la calle, y todos los años, nos invitaban a todos los niños del barrio al cumpleaños de su perro, y su casa se llenaba de dulces de todos los tamaños. Así fue durante quince años sin faltar uno y siempre porque sí. Y ¿sabes una cosa muy rara? que aunque cada vez, cada año hacia delante, hubiera lógicamente más y más niños en la fiesta de Franz, la casa del Señor Fritz nunca se hizo pequeñita...

Es un recuerdo de mi infancia-dice Carla mirando fijo al suelo con los ojos, allá lejos, donde se encuentra todo lo que ya vivimos, y que en ocasiones nos hizo ser quien somos, o incluso otros- el cumpleaños de Franz, con su collar de piedras de plástico rojo en el cuello, era el único momento de mi infancia donde yo recuerdo haber comido dulces y ser feliz al mismo tiempo. Un día, ya mayor, volví a mi barrio, el señor Fritz estaba sentado al lado de una jarra de té con hielo y trocitos de lima como nubes, en el porche, jalonado de arrugas, sobre todo alrededor de los ojos y en el cuello, supongo - apunta- que por sonreír tantas sonrisas, y repartirlas por igual a todos lados. Me paré un segundo y le dije: "Buenas tardes" y él me miró después de reponder un hola automático, sin ecos. Entré en el edificio para visitar, y al rato sonó el telefonillo de mi amiga: "Carla, discúlpame. Estás tan mayor. No te reconocí. Buenas tardes...buenas tardes..."

¿Te lo puedes creer? - dice con esos ojos de gacela asustada, altiva, despistada, como son todas las gacelas que lo son de verdad- se levantó de su silla, de su té y de su vida para decirme que me recordaba y que le disculpara...Eso es la definición de educación para mi: el señor Fritz levantándose dejando su té. Nunca he visto nada igual...¿Te encuentras mejor?...

(esa pregunta era para mi, que me dio un jamacuco de los míos un poco más fuerte de lo normal antes de ayer, y Carla vino a hacerme compañía a mi casa hasta que se me pasó un poco)

- Me gustan tus historias. Ayudan a respirar.
- Bien, pues me voy...

El señor Fritz existió de verdad. Construyó dos presas, y potabilizó una zona devastada por la pobreza a las afueras de Río de Janeiro. Y los niños dejaron de morirse. Franz se marchó por culpa de una diabetes feliz, y la señora Magdalena se lo llevó, a él, a su él del alma a Suiza de vuelta para morir entre tulipanes, caricias de sus dos hijas, y un poco de lluvia por las mañanas, mientras le susurraba canciones de Caetano Veloso al oído, y le decía: mi él, siempre tú.

La señora Magdalena sigue mirando tulipanes en el porche de alguna casa de madera, allá lejos, cantando bossa nova y moviendo sólo un pie...

Habitan en Carla.
La gente que reparte dulces no se muere nunca.

4 comentarios:

Darío dijo...

Hermoso es tu relato del señor que reparte dulces en el día del cumpleaños de Franz. Hermoso y tierno...como la bossa nova...?

Anónimo dijo...

Escribe ese libro, escribe ese libro, escribe ese libro (muchos etc)

Albert

TORO SALVAJE dijo...

Claro.
No mueren.
Viven en los recuerdos que van transmitiéndose de generación en generación.

Besos.

Alvarez dijo...

A veces tus palabras me dejan sin las mías, así, todas juntas, como un hilo de pescar cuyo extremo, uno es capaz de morder el anzuelo desnudo.

¿Sabes? Hace años, cuando visité Río también me quedé prendado, y también quise potabilizar una laguna camino de la universidad y el aeropuerto. Así que, a parte de lo bonito del relato, también me ha traído recuerdos, recuerdos de cosas que nunca hice, es cierto, pero que me hubiera gustado hacer.

En fin, cosas.